El Surubí, benjamín de una raza que se extingue en esta América nuestra, un solitario personaje natural, desprendido de un grupo aborigen del Noroeste Argentino, que vivió durante muchos años en las márgenes del Bermejo, ese río tempestuoso en la estación estival. Era parte del escenario de la rivera, de tez morena, musculoso, de estatura mediana, de mirada huidiza que reflejaba la actitud del solitario.
Durante mis primeros años habrá visto a algunos de sus hermanos de los grupos chirigüanos, matacos y tobas, todavía con taparrabos semi civilizados, casi desnudos, llegando al Matadero del Ingenio San Martín del Tabacal a buscar achuras para saciar su hambruna, con su bolsa de yica tejida con las fibras del chaguar. Los obreros del establecimiento les permitían ayudarles en las tareas de limpieza y a cambio recibían las tripas, patas o algún pedazo de carne. Pero a diferencia de ellos, Surubí al parecer conservaba el orgullo de su raza o de su casta, vivía a orillas del gran Río saciando sus necesidades con lo que le brindaba el torrente que corre por la piel del Valle de Zenta. Muchos no lo conocían, no sabían si realmente existía o era una creación de la imaginación popular; era una tentación creer en su existencia. Era como un personaje del Homero griego, un arquetipo de la leyenda épica; conocía todos los recodos y remansos que tenía la corriente. Sus movimientos eran felinos, poseía una vista extraordinaria, experto en el lanzamiento de la fija, conocía como un sabio el recorrido cambiante del cauce, el momento y el lugar preciso para la pesca; era el gula obligado de los pescadores que concurrían los fines de semana a buscar el durado, surubí, roba¡, bagres o patíes.
Los habitantes de Orán y sus adyacencias concurrían a buscarlo toda vez que se producía una tragedia, porque el río cobraba una víctima. Solo él podía con seguridad arrebatar de las aguas el cuerpo inerte del imprudente.
Comentaban quienes lo conocían que solía por las tardes pararse frente al escenario natural, entablando al parecer un diálogo profundo con el paisaje, como preguntando a los espíritus de sus ancestros la esencia histórica de su origen. Era a veces impenetrable, de permanente mutismo, receloso de quienes se le acercaban queriendo conocer sus secretos. Nadie sabía cómo habla llegado allí, ni cuando. Se sentaba a orillas del fuego sobre el suelo arenoso mirando al danza de las llamas, penetrando quizás en sus pensamientos ignotos. Nadie supo tampoco como un día desapareció.
Algunos supersticiosos decían que el diablo del río se lo habla llevado, pero al parecer solo quedó el vacío de su imagen que caminaba por la ribera. Por las noches eran sombras las que denunciaban su presencia. Otros lo habían visto partir montado en su chalana, envuelto por la melodía que provoca el murmullo de las aguas buscando, llegara al paraíso.
Norberto Ruiz Montoya (Oran)
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